domingo, 27 de enero de 2013


E L      A F E C T O     Y      LA      A U T O R I D A D


                Dos vocablos que aparenten se contraponen y que andan muy de moda, para bien o para mal y en todo caso para polémica, una polémica que debería enriquecernos y hasta ayudarnos a sacar algo en claro.

                Por una parte el afecto, la manifestación de cariño a la que todos aspiramos, que puede resultar estimulante, motivadora, capaz de generar coraje y fuerza de donde solo hay indefensión y cohibimiento, porque crecer y madurar cuesta y se necesita, en primer lugar, el impulso sentimental, afectivo, emotivo, protector y tan poderoso como puede serlo el amor bien entendido: generoso y cabal.

                Por otra parte la autoridad, también bien entendida, imprescindible y necesaria para forjar la madurez bien encauzada, para fijar los límites, las normas básicas, el comportamiento y la actitud que generará productividad y humanidad respetable y respetuosa, con capacidad para convivir, con la fuerza y los recurso para afrontar las dificultades y superarlas.

                Así pues, cariño, afecto, proteccionismo, seguridad para estimular y dar confianza; y autoridad para guiar, mostrar, encauzar, evitar comportamientos contraproducentes para el mismo niño/a al que tanto decimos querer.

                El cariño sin autoridad, la autoridad sin cariño . . . no sirven para lograr una progresión en quien ¡tanto nos necesita! para arroparle y para exigirle, . . . para supervisar su esfuerzo, para valorar su empeño, . . . para compartir sus fracasos y sus éxitos, para ser capaces de entender las posibilidades de llegar un poco más lejos siempre, para no conformarse, para intentar a diario que se puede conseguir lo que pueda parecerles imposible. . . difícil . . . posible . . .

                Afecto pues y autoridad sin duda. Autoridad para evitar males mayores, afecto para sentirse mejor, capaz.

                Afecto hasta el amor más desprendido, autoridad hasta la consecución del reto empeñado.

                Y todo lo anterior en la rutina más creativa y complaciente, para que nadie se sienta perdido en el vaivén del descontrol y la improvisación, para asegurar la felicidad de nuestros pequeños, queridos y exigidos, para que sepan a qué atenerse, nuestros pequeños, nuestros niños, porque antes les hemos enseñado el camino que pueden y deben seguir. . . con la confianza de que les queremos un poco más cada día, tras haberles exigido que el esfuerzo y la norma también tienen premio, con la madurez de quienes fueron capaces de superar todas las dificultades.

                                               Torre del Mar 18 – enero – 2.013









               
                        L A      E S C U E L A     Y    L A     F A M I L I A

                La familia es la depositaria y responsable de la formación de su hijo, en todos los aspectos que consolidarán su personalidad integral, para bien o para mal, con el porcentaje de influencia que se le supone a la familia, decisivo en los primeros años para configurar los comportamientos y actitudes que luego y a lo largo de la infancia y juventud predominarán en el desarrollo del infante haciéndose adulto.
                Sin duda pues, que, en principio, la influencia de la familia puede y debe ser decisiva en la edad temprana del hijo, que comienza a adquirir sus hábitos, aquellos  que coadyuvarán en definitiva a hacer más feliz o infeliz al pequeño, a ese niño, a ese hijo  que comienza a descubrir el mundo, su andadura vital, sin dobleces, con la rutina asimilada de unos horarios fijos, racionales y lógicos, los mismos que darán serenidad y estabilidad al pequeño, atento a unos límites y normas también básicos, también exigidos y exigentes, aprovechando precisamente esa admiración hacia sus padres, hacia quienes más le quieren y no descuidan el camino que ha de ir recorriendo su hijo.
                Para que, en poco tiempo, se complemente esa formación en la escuela, en el colegio, en un clima de franca colaboración, de coordinación  y confianza mutuas, porque no queda otra que aunar fuerzas y fines, para y por la felicidad y la educación del niño, exactamente porque se le quiere, ineludiblemente porque son la misma cosa en el fondo.
                Porque los padres son educadores y porque los educadores son los padres en ausencias de éstos, porque no han de contradecirse y sí respetarse, porque no pueden  criticarse en presencia del niño, en perjuicio del niño, en contra de la estabilidad del niño . . . porque hay cien maneras de entenderse, porque por encima de los malentendidos está la confianza en la otra parte, porque nadie quiere más a sus hijos que sus padres, porque nadie representa mejor a los padres que los maestros, y es un error mayúsculo echarse zancadillas.
                Porque la vida no es ajena al sacrificio y a la superación, porque de una manera y de otra, en la familia y en el colegio el fin último es la maduración de los hijos, de los alumnos a través de su capacidad para superar las dificultades, para fortalecer su carácter  en el buen camino de la educación, de la formación, del esfuerzo  el respeto . . .
Porque solo quien es incapaz de madurar va acumulando todas las posibilidades para fracasar, porque quien no es capaz de superar y superarse ante lo que se le presente está desarrollando su infelicidad e inadaptabilidad.
                No nos engañemos, el objetivo común y final es la formación de la mejor y más positiva actitud para el esfuerzo, para el coraje ante las dificultades, para la adaptación hacia lo que se presente, agradable, fácil, difícil, imposible, para no caer en la victimización que hará desdichados a nuestros hijos, a nuestros alumnos.
                Y del mismo modo que en la escuela jamás se dudará de las buenas intenciones de los padres, estos habrán de corresponder en la misma e idéntica medida y dirección, porque quien se las está jugando es el niño y jamás nos perdonará no haber estado a su lado, queriéndole, exigiéndole . . . cuando nos necesitaba.
                Nadie, al fin, evitará el dolor a su hijo si ese dolor ha de suponerle el remedio a un mal mayor. Nadie pondrá en cuestión el atajo traumático y resolutivo a un mal que anuncie una metástasis irremediable.
                Nadie dejaría de poner unos puntos a su hijo en una herida simplemente por no hacerle sufrir. . . aunque la brecha se quede abierta y cicatrizando de mala manera.
                               Torre del Mar 22 – enero – 2.013
               





           C O L A B O R A C I Ó N      Y      R E S P O N S A B I L I D A D

                Por lo tanto y en la línea de lo expuesto en primer lugar la educación de nuestros hijos exige:
                Colaboración con los profesionales del necesario aprendizaje de nuestros hijos, en su formación integral, humana, educativa e instructiva, para ser capaces de socializarles, en armónica integración, posibilitando la adquisición de destrezas y saberes que le vayan dotando de conocimientos, de coraje y fuerza, de entusiasmo y curiosidad, de, a la postre, las armas más capaces y resueltas para enfrentarse a los retos que se les vayan presentando.
                Colaboración pues y responsabilidad de los adultos ante sus pequeños, sus hijos, sus alumnos, porque dependen y confían en nosotros, porque necesitan y precisan de nuestra ayuda y ánimo, de la vigilancia y el acicate positivos, de la estimulación y la exigencia, del ejemplo y el contagio de lo mejor de cada uno.
                Colaboración y responsabilidad, al cabo, sin disculpas ni coartadas que explican la desatención y el descuido, porque solo nos tienen a nosotros, porque serán lo que seamos capaces de animarles a conseguir, porque somos nosotros, los adultos, los padres, los maestros quienes no podemos ni debemos desfallecer.
                Colaboración y responsabilidad, entrega y ejemplo, insistencia, repetición, generosidad y motivación. . . para que nuestros hijos, nuestros alumnos jamás puedan echarnos en cara que no estuvimos junto a ellos cuando tan nos necesitaban. . . para las cosas más sencillas que al fin lograrán armar a nuestros hijos de esos cimientos que sostendrán su vida, su existencia sin fisuras, sin debilidades, sin renuncios por falta de energía, por falta de autoestima, por falta de capacidad para el esfuerzo y el éxito.

                                               Torre del Mar 22 – enero – 2.013
                 

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