E L A F E C
T O Y LA
A U T O R I D A D
Dos
vocablos que aparenten se contraponen y que andan muy de moda, para bien o para
mal y en todo caso para polémica, una polémica que debería enriquecernos y
hasta ayudarnos a sacar algo en claro.
Por
una parte el afecto, la manifestación de cariño a la que todos aspiramos, que
puede resultar estimulante, motivadora, capaz de generar coraje y fuerza de
donde solo hay indefensión y cohibimiento, porque crecer y madurar cuesta y se
necesita, en primer lugar, el impulso sentimental, afectivo, emotivo, protector
y tan poderoso como puede serlo el amor bien entendido: generoso y cabal.
Por
otra parte la autoridad, también bien entendida, imprescindible y necesaria
para forjar la madurez bien encauzada, para fijar los límites, las normas
básicas, el comportamiento y la actitud que generará productividad y humanidad
respetable y respetuosa, con capacidad para convivir, con la fuerza y los
recurso para afrontar las dificultades y superarlas.
Así
pues, cariño, afecto, proteccionismo, seguridad para estimular y dar confianza;
y autoridad para guiar, mostrar, encauzar, evitar comportamientos
contraproducentes para el mismo niño/a al que tanto decimos querer.
El
cariño sin autoridad, la autoridad sin cariño . . . no sirven para lograr una
progresión en quien ¡tanto nos necesita! para arroparle y para exigirle, . . .
para supervisar su esfuerzo, para valorar su empeño, . . . para compartir sus
fracasos y sus éxitos, para ser capaces de entender las posibilidades de llegar
un poco más lejos siempre, para no conformarse, para intentar a diario que se
puede conseguir lo que pueda parecerles imposible. . . difícil . . . posible .
. .
Afecto
pues y autoridad sin duda. Autoridad para evitar males mayores, afecto para
sentirse mejor, capaz.
Afecto
hasta el amor más desprendido, autoridad hasta la consecución del reto
empeñado.
Y
todo lo anterior en la rutina más creativa y complaciente, para que nadie se
sienta perdido en el vaivén del descontrol y la improvisación, para asegurar la
felicidad de nuestros pequeños, queridos y exigidos, para que sepan a qué
atenerse, nuestros pequeños, nuestros niños, porque antes les hemos enseñado el
camino que pueden y deben seguir. . . con la confianza de que les queremos un
poco más cada día, tras haberles exigido que el esfuerzo y la norma también
tienen premio, con la madurez de quienes fueron capaces de superar todas las
dificultades.
Torre
del Mar 18 – enero – 2.013
L
A E S C U E L A Y
L A F A M I L I A
La
familia es la depositaria y responsable de la formación de su hijo, en todos
los aspectos que consolidarán su personalidad integral, para bien o para mal,
con el porcentaje de influencia que se le supone a la familia, decisivo en los
primeros años para configurar los comportamientos y actitudes que luego y a lo
largo de la infancia y juventud predominarán en el desarrollo del infante
haciéndose adulto.
Sin
duda pues, que, en principio, la influencia de la familia puede y debe ser
decisiva en la edad temprana del hijo, que comienza a adquirir sus hábitos,
aquellos que coadyuvarán en definitiva a
hacer más feliz o infeliz al pequeño, a ese niño, a ese hijo que comienza a descubrir el mundo, su
andadura vital, sin dobleces, con la rutina asimilada de unos horarios fijos,
racionales y lógicos, los mismos que darán serenidad y estabilidad al pequeño,
atento a unos límites y normas también básicos, también exigidos y exigentes,
aprovechando precisamente esa admiración hacia sus padres, hacia quienes más le
quieren y no descuidan el camino que ha de ir recorriendo su hijo.
Para
que, en poco tiempo, se complemente esa formación en la escuela, en el colegio,
en un clima de franca colaboración, de coordinación y confianza mutuas, porque no queda otra que
aunar fuerzas y fines, para y por la felicidad y la educación del niño,
exactamente porque se le quiere, ineludiblemente porque son la misma cosa en el
fondo.
Porque
los padres son educadores y porque los educadores son los padres en ausencias
de éstos, porque no han de contradecirse y sí respetarse, porque no pueden criticarse en presencia del niño, en
perjuicio del niño, en contra de la estabilidad del niño . . . porque hay cien
maneras de entenderse, porque por encima de los malentendidos está la confianza
en la otra parte, porque nadie quiere más a sus hijos que sus padres, porque
nadie representa mejor a los padres que los maestros, y es un error mayúsculo
echarse zancadillas.
Porque
la vida no es ajena al sacrificio y a la superación, porque de una manera y de
otra, en la familia y en el colegio el fin último es la maduración de los
hijos, de los alumnos a través de su capacidad para superar las dificultades,
para fortalecer su carácter en el buen
camino de la educación, de la formación, del esfuerzo el respeto . . .
Porque solo quien es incapaz de madurar va acumulando
todas las posibilidades para fracasar, porque quien no es capaz de superar y
superarse ante lo que se le presente está desarrollando su infelicidad e
inadaptabilidad.
No
nos engañemos, el objetivo común y final es la formación de la mejor y más
positiva actitud para el esfuerzo, para el coraje ante las dificultades, para
la adaptación hacia lo que se presente, agradable, fácil, difícil, imposible,
para no caer en la victimización que hará desdichados a nuestros hijos, a
nuestros alumnos.
Y
del mismo modo que en la escuela jamás se dudará de las buenas intenciones de
los padres, estos habrán de corresponder en la misma e idéntica medida y
dirección, porque quien se las está jugando es el niño y jamás nos perdonará no
haber estado a su lado, queriéndole, exigiéndole . . . cuando nos necesitaba.
Nadie,
al fin, evitará el dolor a su hijo si ese dolor ha de suponerle el remedio a un
mal mayor. Nadie pondrá en cuestión el atajo traumático y resolutivo a un mal
que anuncie una metástasis irremediable.
Nadie
dejaría de poner unos puntos a su hijo en una herida simplemente por no hacerle
sufrir. . . aunque la brecha se quede abierta y cicatrizando de mala manera.
Torre
del Mar 22 – enero – 2.013
C O L
A B O R A C I Ó N Y R E S P O N S A B I L I D A D
Por
lo tanto y en la línea de lo expuesto en primer lugar la educación de nuestros
hijos exige:
Colaboración
con los profesionales del necesario aprendizaje de nuestros hijos, en su
formación integral, humana, educativa e instructiva, para ser capaces de
socializarles, en armónica integración, posibilitando la adquisición de
destrezas y saberes que le vayan dotando de conocimientos, de coraje y fuerza,
de entusiasmo y curiosidad, de, a la postre, las armas más capaces y resueltas
para enfrentarse a los retos que se les vayan presentando.
Colaboración
pues y responsabilidad de los adultos ante sus pequeños, sus hijos, sus
alumnos, porque dependen y confían en nosotros, porque necesitan y precisan de
nuestra ayuda y ánimo, de la vigilancia y el acicate positivos, de la
estimulación y la exigencia, del ejemplo y el contagio de lo mejor de cada uno.
Colaboración
y responsabilidad, al cabo, sin disculpas ni coartadas que explican la
desatención y el descuido, porque solo nos tienen a nosotros, porque serán lo
que seamos capaces de animarles a conseguir, porque somos nosotros, los
adultos, los padres, los maestros quienes no podemos ni debemos desfallecer.
Colaboración
y responsabilidad, entrega y ejemplo, insistencia, repetición, generosidad y
motivación. . . para que nuestros hijos, nuestros alumnos jamás puedan echarnos
en cara que no estuvimos junto a ellos cuando tan nos necesitaban. . . para las
cosas más sencillas que al fin lograrán armar a nuestros hijos de esos
cimientos que sostendrán su vida, su existencia sin fisuras, sin debilidades,
sin renuncios por falta de energía, por falta de autoestima, por falta de
capacidad para el esfuerzo y el éxito.
Torre
del Mar 22 – enero – 2.013