Éranse una vez un asno, un perro, un gato y un gallo que
habían escapado de sus casas, granjas y amos porque querían acabar con ellos,
bien por viejos, bien por apetitosos, porque ya no les servían o porque querían
comérselos como al bueno del gallo.
Así iban los cuatro amigos por el bosque sin decidirse
adonde dirigir sus pasos y poder refugiarse ante la noche que ya se acercaba,
cuando vieron un viejo caserón deshabitado en el que poder guardarse de la intemperie
de la noche y descansar hasta la mañana siguiente.
Así lo decidieron pero al intentar entrar en la casa, el
asno pudo ver a través de una ventana como una cuadrilla de ladrones también
había decidido usar la casa para refugiarse y que, además, estaban cenando
opíparamente.
Entonces, el asno, el perro, el gato y el gallo se
pusieron a pensar y decidieron cómo echar a los ladrones de la casa y
apoderarse de la cena. . . porque durante el día habían hecho hambre y no
habían probado bocado.
Así que dicho y hecho, con el asno debajo, el perro
arriba del asno, con el gato subido encima del perro y el gallo también aupado
arriba de todos ellos, de repente y en el silencio de la noche se pusieron, con
todas sus fuerzas, a rebuznar, ladrar, maullar y cantar con unos kikirikis que
estallaron en la noche asustando a los ladrones que huyeron despavoridos.
Entonces aprovecharon entrando en la casa y poniéndose
las botas, los buches y las panzas, de los restos de la cena que habían
abandonado a toda prisa.
Al rato, uno de los ladrones, el más valiente, quiso
regresar al caserón para ver que había pasado.
Y efectivamente, volvió y entró muy despacito, a oscuras,
cuando de repente . . . el hombre entró en la cocina y vio junto al fogón dos
puntos brillantes. Se acercó. . . pero no eran brasas sino los ojos del gato
que le arañó en la cara, al querer escapar, el perro le mordió en la pierna, el
asno le dio una buena coz y el gallo no paraba de chillar ¡kikirikí!
¡kikirikí!. . .
El bandido, arañado, mordido, coceado y ensordecido,
logró llegar junto a sus compañeros diciendo: ¡ qué horror! En la cocina había
una bruja malísima que me clavó las uñas bufando sin parar. Luego, saliendo, un
hombre me clavó un cuchillo y al pasar por la cuadra, un negro gigantesco me
sacudió un mamporro tremendo y para acabarlo de arreglar, un juez gritaba sin
parar: ¡Traédmelo aquí! ¡Traédmelo aquí!. . .
Y huyeron los ladrones y
ya jamás se acercaron al caserón en el que se quedaron a vivir el asno, el
perro, el gato y el gallo a quienes se les conocía por “Los Músicos de Bremen”.
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